Metafísica de la
relación "In Divinis"
La relación, que
en las categorías aristotélicas ocupa un lugar común entre los otros
accidentes, exige para si una categoría propia en la primera división del ser
trascendental. El cual, antes de ser dividido en substancia y accidente
debiera, tal vez, dividirse en esse ad se y esse ad aliud; después se podría
poner la división en substancia y accidente como una subdivisión del primero de
estos miembros, del esse ad se. No nos empeñamos en rehusar el esquema de las categorías aristotélicas,
según el cual el ser se divide, en primer lugar, en substancia y accidente,
mientras en el grupo de accidentes se establezca marcada la división en
absolutos y relativos, pues entendemos que el esse ad aliud difiere del esse ad
se tanto o más profundamente que el inesse del subsistere.
Sea, pues, lo que
sea de esta prioridad, hay que establecer dentro del ente trascendental tres
categorías cardinales en las cuales la nota de ser se verifica no unívoca, sino
análogamente: el ser subsistente en sí (substancia) es muy diverso del que
existe no en sí, sino en otro (accidente) y ambos profundamente diversos del
que ni existe en sí ni en otro como descansando en él, sino proyectándose o
proyectando un sujeto hacia otro (relación). «In aliis generibus a relatione,
dice Santo Tomás, propria ratio generis accipitur secundum comparationem ad
subjectum. Sed ratio propria relationis non accipitur secundum comparationem ad
illud in quo est, sed secundum comparationem ad aliquid extra» (1, 28, 2).
Dentro de esta
última categoría hay que situar no sólo la relación propiamente dicha, sino
todas aquellas realidades cuya función formal es intermedia entre dos seres, v.
g.: el movimiento y la potencialidad.
Hemos calificado
de realidades los elementos contenidos en estas categorías, porque entendemos
que real es todo aquello que no es la pura nada. ¿Y quién se atrevería a
afirmar que la relación, el movimiento, la potencialidad son pura nada?
Afirmamos también que son realidades distintas de ambos sujetos entre los
cuales median y más concretamente de aquel que les sirve de fundamento o punto
de partida. Tomemos la potencialidad por ejemplo. ¿Es ella el mismo ser que está
en estado potencial? no, porque dicho ser está constituído por unas notas, las
de su definición, que lo expresan en sí mismo y lo expresan completamente. Pero la potencialidad refiere este mismo
ser a otro grado de perfección distinto del suyo. No añade ninguna nota
intrínseca que aumente el ser en sí mismo: un ser con un valor absoluto
representado por diez notas constitutivas, tiene el mismo valor intrínseco
tanto si puede todavía adquirir notas perfectivas ulteriores, como si ya no
puede adquirir más. Ambos representan igualdad de valores actuales en sí mismo;
pero uno de ellos tiene un valor potencial de que el otro carece: un valor que
no es la pura nada, aunque es nada actual, nada que aumente el valor del sujeto
en sí mismo, en el orden de su constitutivo absoluto, esencial o accidental.
Y lo mismo hay
que decir de la relación. Y desde este punto de vista se nos impone la
sentencia favorable a la que es opinión general dentro de la escuela tomista en
la cuestión sobre el constitutivo esencial de la relación: cuestión que no deja
de tener su importancia para la doctrina teológica sobre la Trinidad. Opinamos,
pues, que la esencia de la relación (por lo menos de la predicamental) cuando
se trata de relaciones reales es algo real, distinto de la nada y distinto
también del sujeto y del principio o fundamento y del término de la relación
misma; algo cuyo ser es intermedio de a y b, que consiste en el flujo o
provección de a hacia b; algo, en fin y en consecuencia, que sería una
contradicción concebir a la manera de un ser absoluto que existe como descansando
en sí o en otro. Aunque a se conciba como existente con todas sus notas
substantivas y adjetivas, no es relativo; ni lo sería tampoco aunque existiese
su correlativo b, si no surgiese espontáneamente entre ellos algo que es la
proyección de a hacia b.
Los adversarios
de esta sentencia insisten mucho en que sin ser modificado a, con la sola
aparición o desaparición de b se produce o se disipa la relación. Luego,
concluyen, la relación no es algo distinto de a y añadido a él (Cf. e. g. PeschFrick,
Ontologia, vol. 2, n. 534. Urráburu, Ontología, pág. 1.000). El argumento cae
por sí mismo, ya que parte del desconocimiento de una realidad que no afecta o
modifica al sujeto en símismo, sino que lo proyecta hacia otro. Una tal
realidad no puede modificar la constitución del sujeto en sí mismo.
Por lo
demás, el ser de la relación es algo simple, no divisible en partes, y por
tanto, no puede concebirse como una suma de las aportaciones de ay de b ni como
una resultante de los mismos. Tampoco puede concebirse como una modalidad de a
o una realidad cualquiera existente en a y meramente connotando b. Supuesta la
existencia de a, todavía no hay relación, si no existe b. Ahora bien, es
evidente que b nada pone en a: que a en síes exactamente lo mismo si existe b
que si no existe. Luego, o la relación es la pura nada en el orden real, o es
algo que no está en a, sino entre a y b.
Así
como hay que confesar que el movimiento es una realidad distinta del ser que se
mueve, porque éste en su esencia y en sus cualidades inherentes es el mismo
cuando está en quietud y cuando está en movimiento, así también hay que admitir
que la relación es algo cuya esencia no está en el sujeto relativo, sino que es
distinta de todo lo que él contiene en sí; de lo contrario se impondría negar
la realidad de la relación.
Hay que
concebir, pues, la relación como lo que es, distinta de a y de b como puro
intermedio entre ambos, como una pura proyección, un saltar de a hacia b. Esta
distinción es real, pero no adecuada: se trata de dos realidades; pero una de
ellas no puede prescindir de la otra ni en el orden real, ni aun en el orden de
los conceptos adecuados. ¿Cómo sería concebible una relación entre a y b sin a
y sin b? ¿Una proyección de un principio a un término, sin término ni
principio?
Se ve,
pues, que la relación, en su sentido propio, es una entidad muy especial; una
expresión, diríamos, mínima del ser. Santo Tomás la llama esse debilissimum,
imperfectissimum. (De potentia, q. 7, a. 9. Ib. q. 8, a. 1, ad 4. In I Sent. d. 8, q. 4, a. 3, ad 4.C. gent. 1.4, c. 14:
Quamvis autem, etc.)
Nos
complacemos en manifestar la conformidad general de estas explicaciones con la
doctrina de S. Tomás, contenida en las palabras siguientes: «Ipsa relatio quae
nihil est aliud quam ordo unius creaturae ad aliam,
aliud
habet in quantum est accidens, et aliud in quantum est relatio vel ordo. In
quantum enim accidens est, habet quod sit in subjecto, non autem in quantum est
relatio vel ordo; sed solum quod ad aliud sit, quasi in aliud transiens, et
quodammodo rei relatae assistens. Et ita relatio est aliquid inhaerens, licet
non ex hoc ipso quod est relatio; sicut et actio ex hoc quod est actio consideratur
ut in agente; in quantum vero accidens est, consideratur ut in subjecto agente.
Et ideo nihil prohibet quod esse desinat hujusmodi accidens sine mutatione ejus
in quo est: quia sua ratio non perficitur prout est in subjecto, sed prout
transit in aliud; quo sublato ratio hujus accidentis tollitur quidem quantum ad
actum, sed manet quantum ad causam; sicut et substracta materia, tollitur
calefactio, licet maneat calefactionis causa». («De potentia», q. 7, a. 9, ad 7.)
En el
terreno de la metafísica se impone la necesidad de admitir la existencia de
seres que ni son substancias ni tampoco accidentes en el sentido propio de
inherencia, quiescente, diríamos, en un sujeto; seres cuya realidad es
innegable; pero con una existencia especial que ni es en sí ni en otro, sino de
uno a otro, seres que llamaríamos flotantes mejor que inherentes, assistentes
non intrinsecus affixae» (1, 28, 2), entidades minimizadas, diríamos, según la
frase de Santo Tomás: ens imperfectissimum, debilissimum. El fieri de un ser, por ejemplo, no es
la pura nada; pero tampoco es el ser mismo en su substanciani alguna de sus
cualidades accidentales; lo mismo diríamos del movimiento (como paso de la
potencia al acto), de la potencia como capacidad ulterior, y en especial de la
relación estrictamente dicha.
Estas entidades flotantes, asistentes,
minimizadas, serían absurdas evidentemente si pretendieran distinguirse
adecuadamente de la realidad absoluta, de la cual no son más que como la
expansión, según una dirección determinada. Son algo distinto de la realidad
absoluta; pero que no puede prescindir de ella ni re ni ratione adaequata, sin
convertirse en un absurdo inconcebible.
El olvido de estas verdades elementales ha hecho
posible en nuestros días la aparición de sistemas filosóficos tan absurdos como
el actualismo de G. Wundt o fenomenismo de Taine, el puro devenir de Bergson, o
sea el cambio sin cosas que cambian, el movimiento sin objetos móviles, etc.
La metafísica escolástica, especialmente la
tomista, afirma la existencia de ciertas entidades cuya concepción es también
especial como la que atribuímos a la relación, movimiento, etc. Nos referimos a
la distinción entre ens quod y ens quo usada especialmente en la solución de
algunas dificultades graves (Cf. Zigliara, Ontologia, 12, VI, Obj. sexta. Véase
nuestros Theologumena, vol. 1, De Deo cooperante, сар. 2, п. 33).
Hay que advertir, sin embargo, que un ente quo en
el orden absoluto, por lo mismo que se supone un puro ens quo, se distingue con
distinción adecuada de todo ente quod. Un tal ente quo resulta una concepción
muy dífícil, no sólo en el orden de la eficiencia real, sino aun en el de la
misma causalidad formal. Parece ser inconcebible la función del ente quo si no
se le supone con algún quod de realidad en si mismo. Para ser quo, esto es,
para realizar alguna eficiencia, es indispensable ser quod, esto es, que haya
algo que sea eficiente. En cambio, la esencia de la relación es perfectamente
concebible como una proyección o referencia del ser existente en sídel cual se
distingue como una emanación, como una excrecencia. La relación no es un puro
ens quo que pone en comunicación los dos terminos, sino una realidad, un ens
quod emergente del uno al otro. El quo de la relación propiamente hablando es
su fundamento y, si queréis, también su término; ella es el quod de la relación
(mejor el ad quod), el hecho establecido entre a y b en virtud de las
cualidades de entrambos.
Hemos comparado anteriormente la relación a un
salto, al salto de a hacia b. Pues bien; la relación no es la causa del salto,
ni eficiente ni formal propiamente hablando, sino el salto mismo, cuya causa es
la fuerza automotriz de a. Nos parece, por tanto, poco acertada la comparación
entre un puro ens quo y la acción (equiparada en esto a la relación) que
invocan algunos autores tomistas para explicar la existencia como distinta de
la esencia y puro ens quo. (Cf. Goudin, Metaphysica, disp. 1, a. 2, a. 3, Obj.
2.Zigliara, Ontol. 12, VI, Obj, sexta.)
De las especies comprendidas en la categoría
especial de ad aliud algunas, como la potencialidad, importan en su misma
definición un defecto, una imperfección. Lo mismo hay que decir del movimiento
propiamente dicho, que al fin y al cabo se define por la noción de potencia
(actus entis in potentia, prout in potentia). Por esto ni la potencialidad ni
el movimiento pueden darse en el Ser infinitamente perfecto. La acción, en cambio,
esto es, la actividad efectiva es de sí una perfección en el ser que la posee;
pero en las criaturas se realiza con una imperfección inevitable, por cuanto la
acción o actividad efectiva es en ellas una realidad distinta de la esencia,
sobrevenida a ella accidentalmente y, por consigujente, importando un estado de
potencialidad y composición incompatible con la perfección divina. En Dios,
pues, la acción sólo puede darse identificada con la divina substancia, esto
es, en cuanto la misma realidad divina que existe en sí, es por sí misma
actividad efectiva de algo fuera de ella. La actividad externa se produce en
Dios sin necesitar aditamento alguno o complemento de la divina substancia,
como acontece con la actividad efectiva en las criaturas.
Más
especial es aún la compatibilidad de la relación con la perfección infinita. La
relación sin su término es algo incompleto, es algo potencial cuya actuación y,
por tanto, cuya perfección formal (sea ésta como sea) le viene del término. Si
el término está fuera del sujeto, la perfección de éste, al menos en esta parte
formal que consideramos, depende del término. Por esto Santo Tomás niega
constantemente que sean reales las relaciones de Dios con los seres creados.
Algunos
teólogos propugnan la realidad de estas relaciones; pero tienen buen cuidado de
advertir que tales relaciones no ponen en Dios dependencia alguna respecto de
las criaturas (Cf. Donat, Ontologia, n. 394). Lo cual es difícil de concebir,
sobre todo para los que admiten que la relación importa perfección en su mismo
aspecto formal, como suelen admitir los que en esto se separan de Santo Tomás. Si una relación en Dios es una
perfección real, más aún, idéntica a la divina esencia, y la relación importa
por su misma definición una dependencia respecto del término, es absurdo poner
en Dios relación alguna real ad extra, a no ser que se recurra al concepto de
indiferencia actual propio de las acciones divinas, como hemos explicado en
otro lugar (De Deo cooperante, cap. V).
Según
esto, la incompatibilidad de la relación con el estado divino de perfección
infinita, sólo puede desaparecer a condición de que el término de la relación
no esté fuera de Dios, sino dentro de la misma esencia infinitamente perfecta,
a lo cual parece oponerse la misma naturaleza de la relación que es ad aliud.
Sin este aliud, ¿cómo puede existir la relación? Y si dentro de Dios se pone un
aliud, ¿no queda comprometida la divina simplicidad?
El
dogma católico solventa la dificultad, o mejor establece el hecho de lo que a
la razón parece incompatible, con la afirmación de tres personas distintas
dentro de una esencia común.
Uno de
los puntos más fundamentales de la metafísica trinitaria es la distinción entre
el ad y el in de las relaciones divinas.
En los
diversos tratados teológicos y filosóficos sobre la distinción es fácil
advertir alguna imprecisión de lenguaje. No siempre los mismos términos son
usados con rigurosa, universal y constante uniformidad. Defecto del cual
adolecen especialmente algunas distinciones que se refieren al orden
conceptual, las más controvertidas precisamente. (Billot, thes. VII: simpliciter;
Lercher, n. 374: virtualiter).
Para
obviar este inconveniente, fijamos el sentido preciso de nuestro pensamiento en
la distinción cum praecisione objectiva: existe tal distinción cuando en el
contenido objetivo de un concepto no se halla incluído el contenido de otro.
Advertimos, además, que esta contención puede ser explícita e implícita.
Esta
distinción, cuando se da, es una distinción adecuada de conceptos; una
distinción inadecuada no importa verdadera precisión objetiva.
Fijado
así el marco, veamos si se encuadra en él o no la distinción entre el ad y el
in de las relaciones divinas.
Consideremos
esta distinción por sus dos partes: a) ¿El in en Dios incluye el ad o prescinde
adaequate del ad? Se suele dar como respuesta cierta en términos de la teodicea
natural que el in divino, o sea, la esencia de Dios, no importa el ad, esto es,
relación alguna. Por esto los teólogos reputan ilógico el tránsito del concepto
de la existencia de Dios tal como la expresamos naturalmente, al de la
existencia de relaciones dentro de El. Lo comentaremos más adelante.
Sin
embargo, supuesta la divina revelación del misterio trinitario, nosotros, que
sabemos por razón natural que Dios contiene simplicisimamente la plenitud del
ser, ampliamos el concepto natural que teníamos de su esencia y expresamos con
el mismo una substanciarelación, esto es, una esencia que es un ser relativo
por sí misma y no por algo añadido a ella. De modo que en el concepto teológico
de la esencia divina se halla incluída la nota de relación, la cual, por tanto,
se puede encontrar por análisis o explicitación del mismo concepto integral. Se
impone, pues, hablar con ciertas reservas de una distinción adecuada de la
divina esencia respecto de sus relaciones, a pesar de la concesión casi unánime
de los teólogos.
Pero aun
prescindiendo de esto y abordando la otra parte de la distinción, mucho más
importante en esta materia que la primera, parece insostenible la distinción
adecuada del ad respecto del in. Digo, pues, que el concepto ad no es
adecuadamente separable de un respectivo in y que, por tanto, una explicitación
del ad se encuentra necesariamente con un in proporcionado.
Para comprenderlo
fácilmente basta proponer, que es tanto como refutar, el sistema psicológico
antes mencionado del fenomenismo de H. Taine o actualismo de G. Wundt, según el
cual no existe el alma substancial, sino una serie de fenómenos anímicos, verbi
gratia: de pensamiento, que van sucediéndose unos a otros sin interrupción y
sin substrato substancial alguno: un pensamiento, decimos sin vacilar, es
inconcebible sin alguien que piense. El sujeto pensante estará contenido in
recto o in obliquo, explicite o implicite; pero sin salir del concepto de
pensamiento se encuentra por análisis lógico, por deducción solitaria. (Véase
nuestro libro El talent, cap. 3, n. 8 y 9).
De la misma
manera el concepto formal de relación, el puro referirse, el ad, no tiene
sentido adecuado si no hay alguien que se refiera a otro. Este alguien, que es
el absoluto, en el cual se verifica la relación, esto es, el in que contiene el
ad, puede hallarse por mera explicitación analítica del concepto de relación.
Luego el concepto ad no se distingue adecuadamente del concepto in.
Nótese, para
percibir mejor la fuerza de este argumento, lo que a veces parecen olvidar los
teólogos, a saber: que no se trata de la relación en abstracto, sino de la
relatio in divinis. Supongamos que alambicando y forzando el concepto abstracto
de relación se obtiene un ad adecuadamente separado de su propio in; pero ni
bajo pretexto de relación se puede admitir en Dios una distinción cum
praecisione objectiva, incompatible con la divina simplicidad, si no es entre
los términos opuestos relativamente.
En esta cuestión,
la mayor parte de los teólogos niegan la distinción adecuada del ad respecto
del in en las relaciones divinas. Basta citar dos nombres tan importantes y de significación tan distinta
como Suárez y Juan de S. Tomás.
Entre los que
afirman la distinción adecuada se cuenta Vázquez y modernamente Billot. Nulla
in ipso Deo esse potest adaequata distinctio rationis, dice este último,
praeter eam quae est inter substantiam absolutam et relationes» (De Deo uno, q.
3).
Aunque el ad
incluye el in, no lo incluye determinadamente, sino en forma indeterminada,
esto es, no como in propiamente dicho o accidental, sino como el absoluto
indispensable para fundar la relación. Puede, por tanto, per se el ad
verificarse en forma substancial o en forma accidental, en Dios o en las cosas
creadas.
Esta condición no
es propia de la relación, sino que la hallamos en los atributos divinos que
llamamos absolutos: la sabiduría, por ejemplo. Ella no puede darse por si sola, sin alguien que
sea sabio; pero como en su concepto formal no determina la condición metafísica
de tal sujeto, puede verificarse como substancia o como accidente. En Dios,
suma simplicidad y plenitud de ser, la substancia importa la sabiduría y todas
las perfecciones, o queda anulado el concepto que de Dios tenemos; en las
criaturas, la sabiduría es algo añadido al concepto de substancia, ya que ésta
puede darse sin la sabiduria.
Suele argüirse
así: el esse ad en la relación no es accidente ni substancia; luego puede ser
una cosa u otra; por esto la relación cabe realmente en Dios identificada con
la substancia divina. En cambio, la cualidad, por ejemplo, importa la
inherencia en su misma nota formal; por esto no puede haber en Dios cualidades
reales.
Este argumento, a pesar de sus apariencias de lógica
estricta, es un paralogismo. Su defecto estriba en que los términos relación y
cualidad no se toman situados en el mismo plano existencial. Se dice cualidad,
y se entiende ya una perfección añadida a la esencia de un sujeto y, por tanto,
inherente en el mismo. La cualidad así entendida es
esencial y formalmente un ser accidental. Pero si se tomase la palabra cualidad
en sentido trascendental, esto es, en cuanto expresa simplemente una
perfección, la cualidad así entendida lo mismo podría ser substancia que
accidente. Ni más ni menos que la relación: si la tomamos como algo que
sobreviene al ser constituído y le ordena a otro, es accidente en su sentido
formal; pero si se toma en sentido trascendental como un puro esse ad, puede
ser o accidente, según el modo natural de entenderlo nosotros, o bien
substancia, a la luz de la Teologia.
No obstante, hay que admitir con el común de los teólogos
que algo propio tiene la relación sobre los atributos absolutos, en cuanto a
distinguirse de la substancia divina, y es que éstos se conciben como informándola,
como descansando en ella, como perfeccionándola en sí misma, mientras que la
relación la representa proyectándose en algo o como oponiendo un término a
otro.
Se insiste mucho, creo que demasiado, en esta diversidad
de atributos absolutos y relativos respecto de la divina esencia. Es posible
que en ellas tenga parte no pequeña la concepción imaginativa. Tal
vez se basan exclusivamente en el primus intuitus de la mente, rectificado
después en gran parte por la atención refleja. Pero aun
admitiéndola en todo el alcance que puede concedérsele, nada se deduciría más
que lo siguiente: los atributos absolutos, verbi gratia, la sabiduría, expresan
más, in recto, más explícitamente la esencia divina; la relación la expresa in
obliquo, implícitamente; pero esencialmente, a tenor de las razones
anteriores..
El concepto ad, en las relaciones divinas, separado del
concepto in, es una operación violenta, una vivisección y, en cuanto se le
atribuye valor de cosa adecuada, es separar imaginativamente dos términos que
la razón lógica exige inseparables.
Para explicar la distinción entre la naturaleza divina y
las relaciones trinitarias, se ha recurrido a la división del ente
transcendental en substancia y accidente según las categorías aristotélicas. La
razón formal de substancia es algo que no está fuera de la noción de ente y,
sin embargo, introduce en ella una diferencia real respeto de la de accidente. Así
como la noción de ente transcendental contiene en su simplicidad la razón de su
unidad y la de su distinción en substancia y accidente, así también en la
simplicidad del ser divino se contiene la razón de la unidad de esencia y la de
la distinción de personas.
«La Esencia divina se halla con respecto a las Personas
divinas, según Torres, de una manera parecida a como se encuentra el ente con
relación a los individuos en la contracción de aquél. Nada hay extrínseco al
ente. Lo que se añade al ente al contraerse, es también ente. De la misma
suerte lo propio que indica la Persona divina, además de la Esencia, es también
perfección de la Esencia. Pero así como el individuo tiene perfecciones que,
aunque sean ente, no están expresadas por la noción común de ente, así también
la Persona divina indica perfección que no entraña la Esencia» (Bartolomé
Torres, por A. TemiñoBurgos, pág. 83).
Opinamos que no es muy feliz esta explicación propuesta
por B. Torres y aun nos parece inconveniente. Con ella, en vez de aumentarse la
tenue luz de la razón sobre el misterio trinitario, se corre el peligro de una
mayor obscuridad y desconcierto. El ser transcendental abarca todo lo que pertenece
al orden de la substancia y del accidente; pero lo abarca en virtud de su
indeterminación, esto es, en un sentido puramente potencial y negativo. Abarca
todo lo inferior, es predicable de todo, porque en si no expresa nada de ello
concretamente. Desde el momento en que contuviese alguna determinación
inferior, dejaría de ser aplicable a las otras de signo contrario: v. g. en
cuanto expresase determinación de carácter substancial en tanto dejaría de ser
aplicable al accidente y viceversa.
Un concepto así es diametralmente opuesto al que la
Teología ortodoxa tiene de la Divinidad. Dios contiene en acto todas las
perfecciones, y de ninguna manera es predicable de todas como un concepto
universal que se contrae por adiciones concretas progresivas. Las relaciones
divinas no son con respecto a la esencia de Dios algo que la determina
sacándola de un estado potencial, sino algo contenido actu y determinadamente
aunque de manera misteriosa en la infinita perfección del Ser divino.
Por esto los
conceptos universales o trascendentales y su distinción. en géneros, especies,
etc., son rechazados generalmente por los teólogos, como inadaptables a las
distinciones introducidas en Dios por el dogma de la Trinidad. No nos referimos precisamente a las
pretensiones de algunos idealistas alemanes del siglo pasado para explicar el
dogma trinitario por la evolución del Ser trascendental (Cf. Zigliara,
Propaedeutica, lib. 1, cap. 7). Ellas son evidentemente heterodoxas y vanas por
su oposición a la realidad dogmática; pero aun para el orden conceptual hay que
admitir la diferencia irreductible, la oposición diametral entre el concepto
del Acto puro y el juego de las ideas abstractas. El ser trascendental
representa el máximum de mera potencialidad con respecto a la realidad en acto.
Después de las
anteriores explicaciones, pasamos a plantear la cuestión trinitaria en los
siguientes términos: a) ¿Una distinción así atenuada puede constituir el
supremo recurso para la solución del argumento llamado por antonomasia
antitrinitario, que se refiere al principio de identidad comparada?
b) ¿Hasta dónde
puede fundarse en esta distinción la explicación de la igualdad de las tres
personas divinas en perfección?
c) ¿Con esta
explicación no se corre el peligro de que el principio de identidad comparada,
así como no tiene aplicación para Dios in relativis por la distinción entre el
ad y el in, tampoco la tenga in absolutis, y con ello se llegue a la subversión
total de la teodicea?
La distinción
empleada por el común de los teólogos para responder al argumento
antitrinitario basado en el principio de identidad comparada (quae sunt eadem
uni tertio, sunt eadem inter se), la expresa Santo Tomás con estas conocidas
palabras: «Quaecumque uni et eidem sunt eadem, sibi invicem sunt eadem, in his
quae sunt idem re et ratione, sicut tunica et indumentum; non autem in his quae
differunt ratione» (1, 28, 3, ad 1).
Esta distinción
tiene, como veremos, su valor de respuesta inmediata; pero resultaría muy
discutible como solución última de la gran dificultad vale para evitar la
contradicción expresa, in terminis ipsis; pero no tiene valor de solución real
y definitiva. Se trata, hay que confesarlo francamente, de una solución mínima
y que no puede ser empleada sino con ciertas reservas y explicaciones.
En efecto. Parece
claro que el principio de identidad comparada subsiste en un terreno superior a
la distinción aludida. Dos
cosas que sean iguales a una tercera re et ratione, serán iguales entre si re
et ratione; si lo son re et non ratione, serán también iguales entre sí re etsi
non ratione. Pretender que una distinción meramente conceptual pueda justificar
la distinción real entre dos términos realmente iguales a un tercero, sería
pretender evadirse de las leyes inexorables de la realidad y de la realidad
misma, con una operación de la mente creada.
Decir, pues, que
el argumento antitrinitario no concluye por razón de su forma lógica, es decir
bien poca cosa; es, por sí solo, una mera evasiva o, con términos más usados en
Teologia, una actitud negativa. La dificultad subsiste ulteriormente porque lo
que es evidente en el terreno real y aun en el de la intuición inmediata, hay
que aceptarlo aunque no se nos imponga por razón de la forma lógica de los
argumentos aducidos en su favor.
Por lo demás, la
misma fórmula del principio de identidad comparada supone que se trata de
términos que son idénticos re (como lo indica el condicionado o conclusión del
principio); pero distintos ratione, para que pueda tener lugar la comparación
de dos cosas con una tercera; dos términos idénticos re et ratione no son dos,
sino uno en la misma concepción mental; por tanto, no pueden dar lugar, si no
es ficticiamente, a una comparación entre sí. La comparación, o no tiene
sentido o supone dos términos distintos. Y adviértase que aquí son dos las
comparaciones con un tercero, como exige la fórmula del principio de identidad
comparada.
Afirmar que el
principio de identidad comparada sólo tiene consistencia cuando se trata de
términos idénticos no sólo re sino también ratione, equivale a negar el valor
de dicho principio, o por lo menos a restringirlo limitándolo a los conceptos
sinónimos. Dos términos que se identifican no sólo en el orden real, sino
también en el orden conceptual, sólo pueden diferir nominalmente; son, pues,
sinónimos. Y así parecería indicarlo el mismo Santo Tomás en el lugar citado,
con el ejemplo que aduce sicut tunica et indumentum. Pero esto equivaldría a
reducir a la más completa esterilidad lógica el principio en cuestión, ya que
la identidad de los términos sinónimos la impone la misma definición sin
necesidad de movilizar principios ni raciocinios. Subsistiría solamente el
valor de esta fórmula inofensiva: dos términos sinónimos de un tercero son
sinónimos entre sí.
La lógica de
estas consideraciones ha obligado al P. Billot a poner esta nota especial al
texto de su solución al argumento antitrinitario:
<<Nota bene
quod ratione eadem non ea tantum dicimus quae conceptu omnino ad invicem
convertuntur sicut in synonimis evenit, sed quae etsi conceptu explicito
differant, adhuc tamen se habent ut implicite contentum ad implicite continens
et viceversa» (De Deo trino, thes. VIII).
Palabras justas y
profundas; pero difíciles de compaginar con la doctrina (que ya hemos
impugnado) del mismo gran teólogo sobre la distinción adecuada entre la esencia
y las relaciones: In ipso Deo nulla esse potest adaequata distinctio rationis,
praeter eam qune est inter substantiam absolutam et relationes» (Ib. q. 3, ad
thes. V). La distinción entre dos términos uno de los cuales está contenido
implícitamente en el otro, no puede llamarse adecuada.
Parece surgir de
aquí una nueva confirmación de la doctrina propuesta anteriormente sobre la
distinción inadecuada entre el ad y el in de las relaciones divinas. Si se
admite una distinción adecuada, queda en posición dificil la verdad y el
sentido de esta proposición tan cierta como ortodoxa: el ad y el in en Dios se
identifican; porque en esta proposición el ad y el in, por lo mismo que se
comparan entre sí, no se pueden tomar más que en sentido formal, esto es, no en
cuanto idénticos, pues la comparación supone términos diversos y, por tanto,
según la opinión de Billot y otros, que hemos impugnado, como adecuadamente
distintos. Pero la afirmación de identidad entre términos adecuadamente
distintos es falsa; por lo menos carece de toda garantía epistemológica en el
terreno analítico. Solamente en el de la sístesis puede ser garantizada su
identidad, esto es, en cuanto la experiencia o intuición nos dé verificados
idénticamente ambos términos en la realidad. Pero aquí no se puede invocar la
intuición experimental, como es evidente; ni tampoco teólogo alguno invoca para
probar la antedicha proposición, lo que sería en esta materia, el sustituto de
la experiencia, a saber, una revelación especial afirmando esta identidad, sino
que por el mismo sentido de los términos relación divina y esencia divina se
concluye en virtud de la simplicidad de Dios a la negación de toda distinción
real o sea a la afirmación de su identidad (1, 28, 2).
Surge, pues,
contra la proposición de que se trata el siguiente dilema: tomado el ad en
sentido formal es falsa, o al menos imposible de ser probada analíticamente;
tomado en sentido material, o sea referido a su realidad en Dios, es
tautológica, porque el ad en este sentido coincide exactamente con el in; son
una misma expresión mental que no puede compararse ni afirmarse con relación a
sí misma más que ficticiamente.
Sólo admitiendo
una distinción inadecuada subsiste el sentido y el valor analítico de la
proposición aludida. En virtud de esta distinción hablamos de términos
formalmente distintos; lo cual nos permite establecer entre ellos comparación
como distintos y al mismo tiempo garantizar analíticamente su identidad por
cuanto el concepto de uno incluye el concepto del otro, no por coincidir
adecuadamente, sino que no pueden separarse adecuadamente ni aun por operación
mental.
A pesar de la
apariencia de lógica impecable de este argumento, que acabamos de exponer en
confirmación de lo expuesto anteriormente rechazando la distinción adecuada
entre el ad y el in de las relaciones divinas, podríamos ponerle el siguiente
reparo: La simplicidad divina obra aquí como un dato obtenido previamente, en
cuya virtud el ad y el in, que nosotros concebimos distintamente, han de ser
aceptados como idénticos in re. Y este dato previo basta para garantizar la
identidad del ad y el in, aun cuando los conceptos con que nosotros los
expresamos fuesen adecuadamente diversos.
Nos remitimos a las explicaciones que daremos más
adelante sobre la contextura lógica y el proceso mental generativo de estos
juicios; pero nos ha parecido conveniente indicarlo desde ahora para
prevenirnos contra cierta clase de argumentos muy tentadores por su apariencia
de lógica irrebatible en materias trinitarias. De su abuso dependen en parte no
pequeña la obscuridad y las antinomias que abundan en la literatura teológica
sobre las relaciones in divinis.
Hemos dicho que la distinción conceptual tiene un valor
inmediato para evitar la contradicción expresa de la doctrina trinitaria de las
relaciones ante el principio de identidad comparada. Vamos a exponerlo
demostrando exercile que este valor subsiste en la distinción inadecuada que
nosotros propugnamos, lo mismo que en la distinción adecuada que otros
establecen. Así se afirma el valor de la distinción mental y se evitan, además,
los inconvenientes que contra la distinción adecuada acabamos de señalar.
Sean los conceptos a, b, c: los dos primeros a y b
realmente distintos entre sí y realmente idénticos a un c indivisible, simple,
como nos lo impone la doctrina trinitaria. Si el concepto a se verifica en c;
pero sin coincidir con él adecuadamente, y si lo mismo decimos de b con
respecto a c, a y b se identifican en la realidad de c; pero en el orden
conceptual una zona objetiva (¡digámoslo así!) de a queda al margen de la
identidad con c; y como lo mismo decimos de b, resulta que no hay contradicción
expresa, formal, in terminis ipsis, entre la identidad real de c con a y con b
y la distinción real entre a yb, tal como la expresan nuestros conceptos.
En el esquema argumentativo: ac, bc, luego ab, si la
identidad entre a y cy entre by c fuese no sólo real, sino también mentalmente
adecuada, real y adecuada sería también la que hay entre a y b; pero si a es
igual a c no por identidad adecuada, sino solamente porque a es algo contenido
realmente en c, de modo que c contiene a y algo más y lo mismo decimos de la
igualdad bc, entonces no se sigue la conclusión a=b en virtud precisamente de
la común identidad de a y de b con c. Ejemplo: el hombre es animal; X es
animal; ¿luego X es hombre? No, diréis en seguida: no vale la consecuencia,
porque los conceptos de hombre y animal no coinciden perfectamente hasta ser
convertibles. El hombre es animal y algo más, y en virtud de este algo
más que la noción de hombre añade a la de animal, puede darse, y se da de
hecho, algún animal que no sea hombre.
Supongamos que de hecho no se da in rerum natura más
animales que el hombre; entonces la conclusión sería verdadera; pero no en su
sentido formal, esto es, como conclusión de tales premisas, sino por razón de
la materia objetiva que percibimos al margen de tal raciocinio.
Apliquemos a las relaciones divinas el anterior esquema
argumentativo: p (paternidad)e (esencia divina), f(filiación)=e, luego pf. Si
las igualdades pe y fe fuesen entre conceptos o términos finitos y adecuadas,
el esquema sería lógicamente impecable; pero adviértase que la identidad conceptual
entre pye no puede ser perfecta y adecuada. En nuestros conceptos lo relativo y
lo absoluto difieren como lo in se y lo ad alium entre los cuales es imposible
una perfecta y positiva coincidencia. La revelación nos impone esta
coincidencia en el orden real; pero nuestros conceptos la expresan muy
imperfectamente.
La igualdad de p con e no puede ser identidad adecuada o
exhaustiva, sino que e además de verificar p, tiene todavía un sobrante, por
decirlo así, con el cual puede verificar f. Y así no se deduce la identidad
p=f, sino sólo estotra: e que verifica pes el mismo e que verifica f. No son,
pues, contradictorios y absurdos los conceptos con que expresamos el dogma
trinitario.
Con esto, sin embargo, no queda resuelta definitiva y
positivamente la objeción antitrinitaria. La igualdad inadecuada de dos
términos distintos entre si, con un tercero, tal como nosotros la concebimos,
supone en éste una composición, incompatible con la simplicidad divina. La
distinción inadecuada entre pye no corresponde a la realidad, sino que es
efecto de nuestra elaboración mental; en el orden real pye se identifican en
una entidad simplicísima y, por tanto, adecuada y exhaustivamente. Y como lo
mismo hay que decir de fe, se impondría ineludible para el orden real la
conclusión pf, si por otra parte no nos constara que pyf son términos opuestos
que no pueden identificarse.
Queda, pues,
siempre el fondo del misterio: que e siendo absolutamente simple pueda realizar
en sí términos opuestos y, por tanto, realmente distintos, py f. Y aquí también
hay que buscar, lo decimos ya desde ahora, la explicación que impide aplicar
esta doctrina lógica a los atributos divinos absolutos. La distinción de éstos
respecto de la divina esencia viene a ser como la de los atributos relativos,
según hemos dicho anteriormente; pero los atributos absolutos en Dios no pueden
ser incompatibles entre si en virtud de una oposición, pues expresan
formalmente algo en Dios, no hacia otro como los relativos; su oposición
equivaldría a negar en Dios el principio de contradicción. Hay, pues, que
confesarlos idénticos entre si, o habría que negar su identidad con la
simplicísima divina esencia en el orden real.
Cuando analizamos
el misterio trinitario a la luz del principio de identidad comparada, nos
referimos ciertamente a la realidad trinitaria; pero nos referimos a ella a
través de los conceptos con que la aprehendemos. Si la contradicción no se
halla en los mismos conceptos, como hemos demostrado, falla la apelación al
principio de identidad comparada para condenar por absurdo el misterio de la
Trinidad divina. El único criterio para juzgar de su verdad sería el concepto
intuitivo y propio del misterio.
Para corroborar
esta doctrina lógica de los teólogos insistamos en el análisis del esquema del
argumento antitrinitario pe, fe, ergo p = f. En la premisa mayor pe el término
p se toma en su sentido formal, esto es, como esse ad; de lo contrario, en
sentido material, como esse in, la proposición sería tautológica y aun
imposible de formular. Se quiere decir, pues, y se dice únicamente (bajo pena
de falsedad de la premisa en cuestión) que el contenido del concepto p se
identifica en el orden real con el sentido de e aunque ambos conceptos sean
diversos formalmente. Pero, según hemos notado, el esse ad y el esse in no son
entes homogéneos, sino profundamente heterogéneos; lejos de convenir
unívocamente, sólo convienen en una analogía remota: son el ser in se y el ser
ad aliud, Y si en aritmética las cantidades heterogéneas no pueden sumarse,
mucho menos pueden sumarse en una perfecta identidad valores tan profundamente
heterogéneos como los representados por los términos conceptuales pye.
Resulta de aquí
que el sentido de la premisa mayor es sumamente curioso: expresa una identidad
real; pero la expresa con términos que no pueden ser idénticos, según el módulo
y la condición de nuestros mismos conceptos. El ser in se, por lo mismo que es
tal en nuestra concepción, no puede concebirse como idéntico al ad aliud y
viceversa. Por consiguiente, la identidad significada por pe es de orden real;
pero intraducible al estado de nuestros conceptos.
Por tanto, si las
premisas pe y fe no tienen valor formal como expresiones conceptuales, sino que
sólo son fórmulas deficientes de una realidad que no podemos expresar
propiamente con nuestros conceptos, jamás en virtud de las expresiones
conceptuales pe y fe se podrá concluir pf, porque los términos de las premisas,
en cuanto expresados por nuestros conceptos, son irreductibles a identidad. Esta sólo puede ser establecida por
percepción directa, intuitiva, de la realidad.
He aquí la falla
fundamental del argumento antitrinitario basado en el principio de identidad
comparada. Falla porque la identidad establecida en las premisas no es tal
identidad en el orden formalmente conceptual, sino sólo en el orden de la
realidad. Y esta identidad
real, tal como es en sí, es inexpresable para nuestros conceptos. Ahora bien,
el argumento a ntitrinitario, como toda argumentación, procede según el módulo
y expresión de nuestros conceptos.
Pero insistiréis
objetando: cuando decimos pe expresamos una verdad real, no una fórmula
conceptual vacía, ni menos falsa. Resp. Ciertamente; y aqui aparece la tragedia
de nuestra concepción mental. Sabemos que se trata de una identidad real; lo
sabemos cierta, pero vagamente, como si dijéramos, pues cuando tratamos de
expresarla lo hacemos con términos incapaces de identidad, tal como nosotros
los concebimos y usamos. Subsiste, sin duda alguna, la identidad en el orden
real, y, por tanto, queda siempre en pie la dificultad de conciliar en nuestros
conceptos la identidad de términos que se nos representan como inconciliables;
pero dada por la fe la identidad real de estos términos, nuestros conceptos carecen
de valor para impugnarla porque no sirven para expresarla en forma
argumentativa.
Y nótense los
límites modestos, pero suficientes, a que se ciñe la respuesta teológica. Las
observaciones anteriores son en parte aplicables a la distinción entre la
esencia divina y sus atributos absolutos, la cual es también una distinción de
conceptos sobre una misma realidad única y simple, pero inexpresable para
nosotros tal como es en sí.
Pero la
distinción es más radical entre la divina esencia y sus atributos relativos que
respecto de los absolutos: el ad aliud dista más del in se que el in alio, sin
que nosotros podamos precisar los grados y el alcance de estas distinciones.
Dentro de esta obscuridad nos dice la fe que entre dos atributos relativos
divinos hay distinción real en virtud de su oposición. Y la razón, que no podría concederlo, tratándose
de atributos absolutos entre los cuales no cabe in divinis oposición
irreductible, ha de confesar su ignorancia para probar lógicamente la
imposibilidad cuando se trata de atributos relativos.
Un atributo o
cualidad o perfección poseída limitadamente y como aditamento a una substancia,
puede resultar incompatible con otros atributos en el mismo sujeto, como vemos
acontecer en los seres limitados; pero en Dios todos los atributos despojados
de toda nota de imperfección se hallan realizados en la identidad simplicísima
de la substancia divina, excluyéndose entre ellos, por tanto, todo lo que
tengan de opuesto y dejando en ellos solamente lo que tienen de ser y de
perfección y de compatibilidad en el Ser infinito. Los atributos relativos son
de condición distinta, ya que importan en su mismo concepto la oposición;
suprimirla equivale a suprimir la esencia de la relación en su mismo concepto
formal.
La razón última
la da siempre la naturaleza especial de la relación que, como hemos notado al
principio, nada afiade en el sujeto, sino solamente lo proyecta hacia otro.
Esta es su nota diferencial respecto de las otras categorías fundamentales el
in se y el in alio, la substancia y el accidente absoluto.
Ahora bien; puede
concebirse la oposición entre dos atributos que no expresan formalmente una
identidad in subjecto sino una como bifurcación ad alium; pero es inconcebible
que sean opuestos dos atributos que por su expresión formal pongan algo in
subjecto y más aún, si lo ponen en identidad perfecta. De aquí se sigue que el absurdo evidente que sería
atribuir a Dios perfecciones absolutas opuestas y, por tanto, incompatibles en
si, desaparece o pierde su evidencia tratándose de atributos relativos.
Así, pues, la
sola distinción conceptual no basta para evadir el argumento antitrinitario;
pero ella, cuando es tan especial como la que existe entre el in se y el ad
aliud, permite la sospecha o evita el absurdo evidente de una oposición y, por
tanto, de una distinción real entre dos atributos correlativos, entre dos ad
aliad, a pesar de su identidad, también especial en cuanto la expresan nuestros
conceptos.
Hay que
distinguir las nociones de igualdad e identidad. Las ecuaciones matemáticas,
por ejemplo, importan una igualdad de valores: se trata de dos cantidades
numerice distintas y por esto permiten a la mente establecer entre ellas
comparación en virtud de la cual se deduce que, aunque distintas en sí,
expresan valores iguales. Su esquema es de una lógica simple y evidente: a=c,
b=c, luego a=b.
Pero cuando se
trata de una identidad se supone in terminis un solo objeto en el orden real
(A) el cual representa dos aspectos (a y a'), que se expresan por conceptos
diversos. Las proposiciones a A y a'A, que serían las premisas del argumento
fundado en el principio de identidad comparada, son expresiones tautológicas
sin sentido lógico en cuanto expresan la realidad, porque en ésta no hay más
que A sin otro término real a quien compararlo. La identidad de a con a' no se establece, pues, en
virtud de un raciocinio, sino que se nos da inmediatamente en la intuición o
conocimiento directo de A, en el cual percibimos a y a' como idénticos en A;
es, pues, una mera explicitación del concepto intuitivo A, no una deducción
propiamente tal. Sólo en el caso de que aya', o uno de ellos, no procediese en
nuestra mente de la intuición de A y nos constase por distinto procedimiento su
identidad con A, tendría sentido lógico el raciocinio fundado en el principio
de identidad comparada.
Es obvia la
aplicación de estas observaciones a la cuestión trinitaria. La identidad p=f no
puede ser establecida en virtud del raciocinio pe, fe, ergo pf, porque la
verdad de las premisas sería inseparable mentalmente de la verdad de la
conclusión. La identidad simultánea con py con f que verifica e, según nuestros
conceptos adaptados a términos absolutos, es ya ella misma la identidad py f:
viendo una identidad se intuye también, no se infiere, la otra. No hay, pues,
raciocinio; hay percepción directa de una realidad. Por consiguiente, es esta
sola, la realidad vista en sí misma, quien garantizaría en todo caso la
identidad p = f. Y si la visión directa de la realidad (para nosotros en estas
circunstancias la revelación) nos diese la oposición, y, por tanto, la
distinción real entre pyf, tendríamos ciertamente un misterio profundo,
inexpresable para nuestros conceptos; pero al mismo tiempo seria ilógico el
argumento con que pretendiéramos impugnarlo.
En general, una
afirmación de identidad no puede ser jamás la conclusión de un argumento
directo, como es el silogismo antitrinitario. O ha sido percibida anteriormente
la identidad de los términos, o no; si fué percibida, la obtenemos, no por
deducción, sino por intuición; si no lo fué, no podemos afirmarla antes de
haberla establecido deductivamente. Ahora bien; para establecer las premisas de
este argumento pe, fe, ergo p=f, es necesario haber percibido a e verificando
per identitatem py f, lo cual es imposible sin percibir al mismo tiempo la
identidad de p y f en e. Ni puede suponerse aquí una percepción implícita y
ulteriormente una explicitación, porque la percepción de las premisas importa
la percepción explícita de p y f, según nuestros conceptos adaptados a las
categorías absolutas. Dada por la fe o por la razón la simplicidad absoluta de
Dios, la identidad de todos los atributos en la esencia divina no es una
consecuencia sino una parte de aquella verdad: una parte que no puede quedar implícita
sino que se presenta explícitamente a quien, admitida la divina simplicidad,
considera actualmente, explicitamente sus términos, esto es, sus perfecciones o
atributos.
La conclusión es
siempre la misma: la afirmación de identidad entre p yf no puede imponerse como
conclusión del silogismo antitrinitario, sino por la visión directa de la
realidad o por la fe, que aquí es el sustituto de la intuición experimental.
Queda siempre en
pie la cuestión ulterior y única: ¿la simplicidad divina no importa
necesariamente la identidad de pyf como la de los atributos absolutos? Cuestión
esta que el silogismo antitrinitario no resuelve, sino que supone resuelta al
formular sus premisas, según el concepto de los atributos absolutos, esto es,
sin oposición real entre p y f.
En teología
sacramentaria se presenta una cuestión de tipo lógico, cuyo parecido con la
presente puede arrojar alguna luz sobre ésta. Los enemigos del dogma
eucarístico arguyen de esta manera: La proposición hoc est corpus meum, tal
como la entienden los católicos, no tiene sentido racional. En efecto, el
sujeto hoc o significa el pan o el cuerpo de Cristo. Si lo primero, es falsa la
identidad que establece, y, además, niega la transubstanciación; si lo segundo,
es también falsa porque el pan es pan y no el cuerpo de Cristo hasta terminada
completamente la fórmula transubstanciativa y no ya en el momento inicial de su
enunciación.
Responde la
doctrina católica: el sujeto hoc de la proposición eucarística no significa
formalmente el pan ni el cuerpo de Cristo; prescinde de entrambos quedándose
con el sentido formal siguiente: esto que tengo en las manos», o «esto que
aparece a mis ojos, etc., y prescinde, por abstracción, de concretar y
determinar la esencia (pan o cuerpo de Cristo) de lo que tengo en las manos o
aparece a mis ojos.
Esta explicación
en virtud de la cual la fórmula transubstanciativa sostiene su valor lógico
dentro de nuestros conceptos, no es perfectamente. aplicable a la proposición
pe, pero tiene con ella un parecido interesante. El sujeto p (paternidad
divina) si se toma en su sentido formal, o sea como distinta de e según nuestro
modo de concebir, expresa una identidad falsa, y, por tanto, habría que
negarla; con lo cual el argumento no podría pasar adelante. Y si se toma en
sentido material equivale a ésta: la paternidad divina en cuanto al ser que es
padre se identifica con la esencia divina. Y como el mismo sentido tiene la
segunda premisa fe, la conclusión no puede ser más que esta: que py/, en cuanto
al ser absoluto en que se verifican la paternidad y la filiación, son
idénticos. Proposición verdadera y perfectamente ortodoxa; inservible, por
consiguiente, para impugnar el dogma trinitario.
Pero no cabe aquí
la respuesta simple y precisa que se da a la objeción antieucarística porque p
no puede abstraer de su sentido formal (esse ad) sin caer en la nada. El
concepto de paternidad comparado con el de esencia y, por tanto, distinto de
él, si se pone abstraído de lo que es formal en la noción de paternidad es un
absurdo formal, es un sinsentido, es la nada. Y como la nota formal de p, o sea
el esse ad, es, según el módulo de nuestros conceptos, refractaria a la
identidad con e (esse in), nuestra mente ante el misterio trinitario se
encuentra siempre envelta en la tragedia de expresar una verdad p=e con
términos o conceptos que no pueden expresarla como es ella misma, sino entre
incoherencias e impropiedades y contrasentidos que la inhabilitan o, por lo
menos, imponen reservas sutiles cuando tratamos de usarla para ulteriores
funciones lógicas.
Completamos la
doctrina que acabamos de exponer resolviendo la siguiente dificultad que,
aunque pueda parecer una divagación de la presente materia, tiene un interés
fundamental en ésta y en otras cuestiones teológicas: Según las anteriores
explicaciones, parece imponerse esta disyuntiva: el sentido de la proposición
pe, o bien es falso o tautológico. Lo cual no sólo es contrario al uso de todos
los teólogos y aun contra el sentido común, sino que aplicado a los atributos
absolutos, importaría la ruina de todo raciocinio en teodicea.
Hay que
distinguir en nuestros conceptos dos clases de expresión objetiva: una, que
podríamos llamar provisional, hipotética, y otra, que podríamos designar con el
nombre de realizada. Tal vez aqui encajarian bien las designaciones
escolásticas de in actu signato y exercito. Esto adquiere una importancia especial en los que
se refieren al Ser infinitamente perfecto. Hablamos, por ejemplo, de la esencia
divina y la referimos a cualquiera de sus atributos absolutos o relativos por
medio de un juicio afirmativo. Establecemos, pues, una distinción de conceptos
sin la cual es imposible el proceso de un juicio mental. Pero surge espontánea
la pregunta: ¿cómo es posible concebir la divina esencia separada, v. g., de la
sabiduría sin falsear conceptos? Porque la esencia divina o se concibe como
infinita y como infinitamente actual, o se concibe falseada. ¿Y cómo puede
sostenerse que expresa la perfección infinita aquello que deja de expresar la
sabiduría?
Habría que
concluir, según esto, que la esencia divina es inconcebible sin la sabiduría y,
por tanto, que no puede establecerse aquí distinción conceptual contra el
sentir de los teólogos que aplican unánimemente aquí la distinctio rationis y
aun contra la misma evidencia experimental.
La distinción
virtual o conceptual inadecuada obtiene aqui también un papel importante.
Cuando consideramos la esencia del Ser infinito como distinta de su sabiduria,
partimos de un concepto provisional, mutilado, diríamos, o mejor, inacabado de
la misma. Un concepto que si bien en su explicitación completa y adecuada no
podría prescindir de expresar tales notas, las deja inexpresadas formalmente
cuando lo dejamos en estado implícito, esto es, sin desarrollar mentalmente
toda su virtualidad.
No se sigue, por
tanto, de las explicaciones anteriores, que todo juicio por el cual predicamos
de Dios alguno de sus atributos sea un juicio tautológico o falso, v. g.: Dios
justo. El sujeto, Dios, no se toma aquí en el sentido formal de ser
infinitamente perfecto, sino en otros sentidos menos acabados; pero
suficientemente distintivos, como el de primer principio, ser necesario, etc.,
en los cuales la noción de perfección infinita no está contenida
explícitamente. En cambio, sería tautológica esta proposición: «el ser
infinitamente perfecto es justo, porque supuesto que la justicia es una perfección,
el sujeto «infinitamente perfecto significa explícitamente y aun formalmente la
justicia junto con las demás perfecciones.
Este
procedimiento conceptivo que no es otro que el que designamos con el nombre de
abstracción mental y que usamos corrientemente y con perfecta ógica en nuestras
ideas relativas a objetos finitos, resulta algo peligroso y debe usarse
cautelosamente cuando se trata de Dios, por las condiciones objetivas del Ser
infinito; el cual expresado con límites, así positivos como negativos, importa
una contradicción.
En nuestros
conceptos se puede constatar la presencia de varias notas que constituyen la
noción integral de cada uno de ellos. Cuando se trata de objetos finitos, si por abstracción mental dejamos de
expresar una de dichas notas esenciales, alteramos la noción integral; pero
queda un residuo de concepto objetivo cuya representación formal tiene o puede
tener sentido distintivo suficiente: extrínseco o intrínseco, esencial o
accidental. En el concepto del Ser infinito cualquier abstracción que
practiquemos quitando de su expresión una sola de las notas integrantes de la
totalidad, es ura subversión del mismo concepto. Por esto, cuando
espontáneamente expresamos el Ser infinito según el módulo de nuestros
conceptos adaptados a las condiciones del ser finito con abstracciones y
separaciones mentales, expresamos el Ser infinito hipotéticamente,
convencionalmente; pero, en realidad, lo que formalmente expresamos, traducido
al orden ontológico, no es más que un ser finito con pretensiones subjetivas de
representación infinita, un concepto objetivo que sólo es infinito
convencionalmente.
Esto crea una
situación difícil a nuestras ideas respecto de Dios y que, no advertida
sutilmente, conduce a conclusiones teológicas contradictorias, a posiciones y
cuestiones que constituyen la pesadilla del teólogo. Los teólogos debieran no
haber olvidado nunca la siguiente observación que queremos dejar consignada
aunque sea incidentalmente: una cosa es la distinción mental que consiste en
desgajar del concepto que tenemos de Dios algunas notas para atribuirselas
después reflejamente en forma de juicio, v. g., cuando decimos «Dios es sabic»;
y otra, plantear cuestiones de sentido ontológico a base de aquellas
distinciones mentales. El primer procedimiento es perfectamente lógico,
mientras queda ad usum privatum, como si dijeramos, para ordenar y manejar
nuestros conceptos, sin pretensiones de sentido ontológico que, tratándose de
Dios, ser esencialmente simple, acarrearían la ruina de su mismo concepto
convirtiéndolo en un contrasentido. Aquí, en el olvido de esta observación, habría que buscar tal vez el núcleo
de algunas de las más vivas y agitadas e interminables controversias
teológicas.
Hay que recoger
estas consideraciones al hacer la crítica del argumento antitrinitario.
Supuesta por la fe la Trinidad de personas divinas y dada la simplicidad y
actualidad como notas indispensables en el concepto con que expresamos a Dios,
la abstracción que verificamos entre la esencia divina y las relaciones para
poder afirmar su identidad, es no sólo una vivisección como hemos dicho, sino
también un contrasentido si su significación fuese realizada y no sólo
provisional, esto es, si no se reduce a un proceso meramente lógico, sin
pretensión de sentido ontológico. La esencia divina expresada unitariamente al margen
de su Trinidad es tan absurda, supuesta la revelación, como la misma esencia
infinita expresada con exclusión de la
nota de
sabiduría:
«Dico rationem
illam objectivam quae concipitur notione essentiae divinae (vel cujuscumque
attributi absoluti) esse talem ut realiter includat el supposita revelatione ac
fide judicari debet includens rationem relativam personas, que Patrem, Filium,
Spiritum sanctum. Si vero judicaretur, realitatem quae objicitur conceptui
divinae essentiae (vel attributo absoluto) esse abstractam praecisione
objectiva ita ut non includat personas; is non esset conceptus essentiae
divinae, et hoc judicium esset omnino falsum», (Franzelin, De Deo Irino, thes.
15, III.)
No obstante, esta
identidad en el orden ontológico, en virtud de la distinción virtual aunque
inadecuada, podemos expresar la relación sin expresar formalmente la esencia y
viceversa: podemos, pues, formular la proposición pe; pero no olvidemos que su
estructura lógica es irrealizable, en cuanto p en su sentido formal es
refractario a su identidad con e, tal como nosotros expresamos entrambos
conceptos. Esta es, como dijimos, la situación trágica de nuestra mente ante la
Trinidad divina, y ésta también la clave para la solución o desvalorización del
argumento antitrinitario.
En cuanto a la
segunda parte de la objeción propuesta que arguye con la desvalorización de
todo raciocinio en teodicea si se admite como solución del argumento
antitrinitario la distinción tomista de re et ratione, decimos que esta
distinción sólo tiene valor lógico cuando se trata de atributos relativos, pero
no con los absolutos. Y no se crea que esto constituye una táctica de fútil
evasiva, sino que responde a la diferencia con que expresan nuestros conceptos
la identidad entre la esencia divina y sus atributos absolutos y la identidad
de la misma con los relativos. Comparemos estas dos proposiciones: la sabiduría
en Dios es su misma esencia; la paternidad en Dios es su misma esencia. En el orden real las dos son evidentes en
virtud de la simplicidad divina, de la condición divina de acto purisimo,
perfección infinita, etc. En
el orden conceptual, tanto la sabiduría como la paternidad, han de ser
concebidas provisionalmente como distintas de la esencia divina y, por tanto,
como accidentes que sobrevienen a ella aportándole una nota; de lo contrario
sería psicológicamente imposible formular una proposición, que necesariamente
procede de la comparación de dos términos más o menos distintos. Hasta aquí la
igualdad es completa entre el sentido de ambas proposiciones.
Cuando tratamos
de afirmar la identidad de la sabiduría y la esencia, expresamos la primera, a
nuestro modo, como accidente, como perfección que sobreviene a la esencia; y la
subsiguiente afirmación de identidad en vez de destruir el concepto de sabiduría,
lo sublima, esto es, lo realiza eminenter. La sabiduría en nosotros es algo que se acerca a
nosotros, que viene, que está en nosotros; pues bien, en Dios este acercarse,
este venir, este estar en El, es tan completo que se traduce en una identidad. Es, como si dijéramos, una tendencia
centripeta que no se para en la yuxtaposición del móvil junto al término, sino
que llega, siguiendo su sentido natural, hasta la completa fusión de entrambos.
Cuando se trata
de atributos relativos, el sentido es contrario, la tendencia es centrífuga. Y
esto en virtud de la condición propia del ser relativo. El ad aliud representa
como una huida del ser hacia otro: es una tendencia de sentido separatista. Por
tanto, la afirmación de identidad entre la esencia divina y uno de sus
atributos relativos, lejos de verificar el concepto de relación eminenter, por
sublimación, como vimos sucedía con los atributos absolutos, lo contradice
abiertamente si nos atenemos al modo propio de nuestra expresión conceptual: es
un huir de sí mismo, una tendencia infinita de separación realizada en virtud
de una identidad entre los términos que se separan.
He aquí la
paradoja profunda de nuestros conceptos de teología trinitaria que
anteriormente hemos calificado de tragedia: ¡expresar una identidad real
valiéndose de términos refractarios a la identidad!
Una lógica severa
y objetiva exige la máxima precaución en el uso de tales proposiciones. La
doctrina teológica de Santo Tomás, cuando emplea la distinción re et ratione
para disipar el argumento antitrinitario no es una evasiva meramente verbal,
sinó que procede de una concepción tan profunda como sutil de la naturaleza del
ser relativo y de su realización en la esencia divina.
Para apreciar la
situación y el valor de nuestros conceptos sobre el misterio trinitario y en
general ante el misterio divino, podemos valernos de ejemplos que jamás serán
adecuados a la desproporción entre lo finito y lo infinito, pero la reflejan de
alguna manera, aunque pálidamente.
Supongamos un
hombre ciego de nacimiento, y para mayor precisión admitamos que todo su
pensamiento se ha originado y funciona exclusivamente a base de imágenes
tactiles. Para éste, la idea
de un ser material se basa en la resistencia de los cuerpos al tacto, en las
sensaciones de calor, frío, etc. Si le decís que sus manos y todo su cuerpo
pueden verse inundados de una materia o energia material que se llama luz, sin
experimentar sensación tactil alguna, lo aceptaría si le merecen crédito
vuestras palabras; pero si él por cuenta propia quiere discurrir sobre la
naturaleza y funcionamiento de la luz, con sus ideas propias basadas en la
experiencia tactil exclusivamente, por todas partes surgirá lo incomprensible,
lo absurdo. ¡Pensad, por ejemplo, cuáles serían las ideas de este ciego sobre
los cuerpos diáfanos que atravesados por la luz permanecen intactos en su
constitución física, cuando para él la primera y más fundamental condición de
los cuerpos es su resistencia, su impenetrabilidad! ¡Qué concepto se formaría
de la iluminación polícroma de un cuerpo con luces procedentes de distintas
direcciones compenetrándose, modificándose y matizándose con influencias mutuas
sin dar frío ni calor, sin suavidadés ni asperezas al tacto! ¿Qué le pasaría si pretendiese determinar
la cantidad de luz por el único criterio que él tiene para determinar la
cantidad: el peso o el volumen, por ejemplo? ¡Con qué dificultades tropezaría si intentase
aplicar a la luz este principio similar del de identidad comparada: dos seres
materiales, dos cuerpos iguales en peso y en volumen son también iguales en
densidad!
Pues bien, un ser
que verifica en su perfecta simplicidad la razón de substancia y la de relación,
lo que llamamos una relaciónsubstancia, es algo incomparablemente más extraño a
nuestros conceptos y más impropiamente expresado con ellos que con relación a
las ideas de un ciego de nacimiento la naturaleza y condiciones de la luz.
En el orden de lo
potencial y finito la substancia es el ser que existe en si y, por
consiguiente, pertenece al orden absoluto; la relación es algo que sobreviene a
la substancia en sí constituída y la refiere o la proyecta hacia otro fuera de
si. Los seres finitos tienen
una determinación fijada por su esencia dentro del orden absoluto y, por tanto,
la relación entre ellos se verifica por algo añadido a la esencia. Esta, sólo
en potencia verifica el concepto de relación. En este orden, pues, de lo
potencial y finito, una substanciarelación es un contrasentido: lo que es en
sí, no puede referirse a otro sino por algo que sea de alguna manera distinto
de sí.
Pero en Dios, la
substancia es el ser en sí y, por tanto, plenamente absoluto y al mismo tiempo
es relación por sí misma y no por algo sobrevenido a su esencia absoluta. Mas
como la relación es inconcebible sin la oposición y distinción de dos términos
relativos, y como la relación divina que es, según hemos dicho, la misma
substancia infinita de Dios, no puede depender de algo fuera de Dios, parece
necesario admitir una pluralidad realizada dentro de la purísima simplicidad de
la divina substancia. La esencia divina, por cuanto verifica por sí misma la
razón de relación, es necesario que contenga en sí todo lo que se requiere para
verificar dicha razón, y en primer término la pluralidad de términos relativos.
Si no la contuviese no sería relación por si misma, lo sería sólo en potencia,
que necesitaría un término extrínseco para ser reducida en acto.
Esta condición de
las relaciones divinas establece entre ellas y las relaciones creadas una
diferencia fundamental respecto a su adaptación el principio de identidad.
Desde el momento
en que por la revelación se nos impone la existencia en Dios de relaciones
reales, o sea la distinción real de tres personas que son las tres idénticas a
una misma esencia simplicisima, se nos impone la existencia de un ser con unas
condiciones distintas y superiores a aquellas que determinan en las creaturas
el valor del principio de identidad comparada.
En efecto; el
principio de identidad comparada tiene valor evidente cuando se trata de
objetos absolutos (y en este terreno lo usamos nosotros exclusivamente) en
virtud de la propiedad trascendental del ser absoluto, que por ser tal es uno e
indiviso en sí y distinto de cualquier otro. «Quod constituit aliquid in esse
entis, dice Suárez, constituit etiam in esse unius et consequenter distincti a
quolibet» (De Trinitate, lib. 7, cap. 4, n. 6). En el terreno de lo absoluto,
lo que es indiviso en si no admite división dentro de sí, sino sólo con
respecto a los demás fuera de sí. Dos términos divisos o distintos no pueden
aquí darse más que bajo la condición de que uno de ellos esté fuera del ser que
es uno e indistinto en sí, esto es, que sea un ser distinto.
Esta es la base
del principio de identidad. En estas condiciones, dicho principio o no tiene
aplicación por tratarse de términos no idénticos, u obtiene fuerza
irrefragable. Pero una relaciónsubstancia, tal como nos la presenta la divina
revelación, verifica, sí, la distinción respecto de cualquier otro fuera de sí;
pero pone dentro de su unidad substancial, distinción o pluralidad de términos
relativos que son substancialmente idénticos. La unidad trascendental del ser que es relaciónsubstancia
tiene, pues, condiciones diversas y aun opuestas a las que son propias de los
otros seres que son absolutos: aquellas condiciones precisamente que determinan
en éstos el valor trascendental del principio de identidad comparada.
Supuesta, pues,
por la fe la verdad de las fórmulas pe y fe y la falsedad de p=f, esto es, dado
un ser, Dios, que es per identitatem una relación con dos términos opuestos
entre sí y distintos, contenidos en la realidad del ser divino e idénticos a
ella, se plantea una cuestión, se establece un ser, cuyas condiciones son
refractarias al principio de identidad comparada. Este principio no es que
flaquee en sí, es que no tiene aplicación en esta materia que, por lo demás, es
única entre todas las posibles.
De lo dicho, una
consideración se destaca como fundamental: que los conceptos trascendentales de
unidad y división se verifican en Dios de una manera muy diversa de la
significada por nuestra expresión conceptual. En Dios se da esto que nosotros
llamamos unidad de esencia y lo que designamos con la frase pluralidad de
personas; pero la visión intuitiva de Dios, sin destruir el fondo de verdad de
nuestros actuales conceptos, nos reserva indudablemente sorpresas
insospechadas, matices imprevisibles.
La unidad y la
variedad en Dios dependen de su simplicidad infinita, que sin menoscabo alguno
de su indivisión, abarca todo el conjunto de las va riadísimas perfecciones
actuales y posibles. Esta
simplicidad tan ininteligible para nosotros como cierta teológica y
filosóficamente, es la última palabra que nuestra mente puede pronunciar ante
el gran misterio, y con ella queda disipada toda dificultad racional; más que
disipada, lo repetimos, transmitida para el momento en que veamos la infinita
realidad en sí misma y no a través de nuestros pobres conceptos.
Y he aquí cómo la
simplicidad divina que se nos presenta como el gran obstáculo de la
multiplicidad trinitaria, es la clave para la solución de la dificultad, si
sabemos concebir la realidad divina cual conviene concebirla, esto es,
verificando en sí y sin menoscabo propio toda la perfección actual y posible de
la multiplicidad.
Buscar en el
depósito de nuestros conocimientos, todos ellos de base experimental, un
ejemplo de unidad y variedad que corresponde adecuadamente a la realidad divina
una y múltiple, sería pretender un imposible. Hemos de contentarnos con analogías lejanas; pero
no dejan éstas de ser sugestivas.
El alma humana es
una realidad simple que verifica las tres condiciones de vegetativa, sensitiva
e intelectiva. Una inteligencia que no conociese más que seres puramente
vegetativos (plantas) y seres puramente intelectivos (ángeles), ¡qué concepto y
que discursos mentales formaría acerca del alma humana! Según sus ideas, la
condición material de planta sería incompatible con la espiritualidad angélica
y viceversa. Y la veríamos discurriendo al estilo de los antitrinitarios de
esta manera: el ser vegetal se identifica en el alma humana con la realidad de
ésta que es espiritual; tenemos, pues, un absurdo: la identidad esencial entre
espíritu y materia.
Le haríamos
observar, para deshacer su argumento, que la espiritualidad en el alma humana,
aunque es verdadera, se verifica de una manera distinta a la espiritualidad
angélica, y que lo mismo se ha de decir de la materialidad de la planta con
respecto a las fuerzas vegetales del alma. Tus conceptos, le diríamos, tienen
un contenido real verdadero; pero lo expresan de una manera distinta de la
realidad que pretendes juzgar. Sólo cuando percibas en sí misma la realidad
humana estarás en condiciones de formular un juicio apodíctico.
Evadida de esta
manera la dificultad antitrinitaria en el terreno formal de la lógica, queda la
cuestión ulterior que se refiere al orden real; pero de éste no podemos juzgar
nosotros más que a través y a tenor de los conceptos que de ella nos formamos.
Si de éstos no resulta la contradicción, es vano el ataque al misterio desde
este punto de vista formal. Queda, sin duda, el misterio, en el orden real,
pero no el absurdo en los conceptos de nuestra fe.
Pasando ahora del
terreno conceptual al de la realidad divina, hemos de confesar humildemente
nuestra impotencia para comprender el misterio; pero no renunciamos a encontrar
razones que lo justifiquen no sólo negativamente, esto es, que lo sitúen fuera
del alcance de toda objeción racional, sino también sugestiones de carácter
positivo. Véamoslo:
Hay que
distinguir en el misterio trinitario, como en cualquier otro, su esencia y su
existencia. Su esencia, esto es, cómo el ser divino, siendo simple, puede
realizar por identidad perfecta términos opuestos y distintos es algo
francamente y absolutamente superior a nuestras menguadas concepciones. Pero en
cuanto a su mera existencia, la misma razón natural puede vislumbrar y aun tal
vez establecer algún aspecto parcial de su verdad. En efecto, si admitimos,
como parece imponerse, que la relación, aun en su aspecto formal, no es la pura
nada, sino algo que es un ser real, y, por tanto, verdadero y bueno, si bien
con una bondad o perfección y verdad muy distintas de las del orden absoluto,
parece imponerse la conclusión de que el ser infinito, por ser tal, no puede
carecer de la perfeción o verdad que es propia de los seres relativos. Y como
los términos opuestos entre sí por una relación no pueden identificarse, habría
que admitir una distinción real dentro de la simplicidad divina.
¿Pretendemos con
este argumento demostrar el dogma de la Trinidad divina con la sola razón
natural? Absit! En primer término, ya hemos confesado que su esencia es
impenetrable. Y en cuanto a su existencia, por la misma imposibilidad de
concebir su esencia, si no existiese el testimonio de la revelación, mejor
tendríamos por una falacia el argumento que acabamos de proponer, porque
conduciría al absurdo de la negación de la simplicidad divina.
La conclusión del
argumento lo mismo podria ser la existencia en Dios de una pluralidad dentro de
la unidad que la verificación de la relación in divinis sin necesitarse la
pluralidad. Según nuestros conceptos ambas son igualmente incomprensibles. Si
preferimos la primera a la segunda, es por las indicaciones de la fe.
Falla también, y
fundamentalmente en cuanto a fuerza demostrativa estricta, porque el concepto
de perfección que se atribuye al ser relativo, y en el cual se funda el
argumento, es algo muy obscuro y discutible, y, en todo caso, insuficiente para
oponerlo a una verdad tan clara como la simplicidad divina.
Falla, en fin, el
argumento en cuanto al número de relaciones, y, por tanto, de personas que hay
que poner en Dios. El argumento propuesto más bien parecería concluir a un
número ilimitado de relaciones para satisfacer las exigencias del concepto de
un ser infinito, en el cual si se concede pluralidad de relaciones, parece
debería concederse pluralidad ilimitada. Y aquí aparece un nuevo indicio de la
falacia lógica del argumento en cuestión: quod nimis probat nihil probat!
Podría tal vez
replicarse, para limitar el número de las relaciones en Dios, que las otras
relaciones distintas de las que se originan de la generación y la expiración
importan formales imperfecciones que no caben en Dios, o bien son relaciones
puramente lógicas no reales, y que en todo caso lo que pueden importar de
perfección ya está contenido eminentervirtualiter en la esencia divina. Mas
esta réplica es en sí misma muy insegura. ¿Por qué la filiación, v. g., puede
darse en Dios purgada de toda imperfección y otras relaciones no? Y si las
otras relaciones están contenidas en Dios eminentervirtualiter, ¿por qué la
perfección infinita de la divina esencia no contendría del mismo modo las
relaciones que determinan la distinción de las tres Personas?
Como se ve, pues,
el argumento aparece sombreado y debilitado bajo muchos puntos de vista
esenciales para pretender la gloria de una demostración de la Trinidad divina,
aunque no fuese más que en cuanto a la existencia del misterio. No obstante,
hemos creído conveniente su proposición, porque sugiere un aspecto insospechado
a primera vista, en cuyo sentido es racional admitir que se extiendan las
expansiones del Acto infinito, el campo de la perfección relativa, cuya
peculiaridad aplicada a Dios adquiere derivaciones que desbordan y trastornan
nuestros pobres conceptos.
La respuesta al
qüesito b) sobre la igualdad de perfección en las tres
Personas divinas
depende de la que se dé a la siguiente cuestión: el esse ad del ser relativo,
¿importa una perfección? In hac quaestione, dice Gotti, divisos invenio
thomistas, multis negativae parti adhaerentibus. Ego libentius aliis subscribo
affirmativam tuentibus» (De divinis relationibus, dub. 3) Cf. Billuart, De S.
S. Trinitatis mysterio, disert. 3, a. 5. = Suárez, De Trinitate, lib. 3, cap.
10, n. 2) con toda su escuela sostiene decididamente la afirmativa, mientras
que los tomistas propugnan generalmente la negativa. (Véase, p. e. Billot, De
Deo trino, thes. 42). Un esquema de la variedad de opiniones teológicas sobre
el particular puede verse en la intervención del P. Crisostomo de Pamplona.
(3." Semana española de Teología».Madrid, 1943, pág. 27, seq.) En el fondo
de esta cuestión podía haber una parte importante de discrepancias verbales.
Los que conceden a la relación en su aspecto formał el carácter de perfección,
han de admitir que se trata de una perfección sui generis, profundamente
diversa de las perfecciones absolutas. Estas ponen en el sujeto una nota que
reposa en él y lo completa en sí mismo, como un aumento o expansión de la
substancia en sí misma. La relación en su aspecto formal es como una expansión
del sujeto fuera de sí mismo, no pone nada dentro del sujeto, sino que se
realiza proyectándolo hacia otro.
El esse ad de la
relación no es separable adecuadamente, esto es, con concepto mental adecuado,
del esse in según nuestra opinión razonada anteriormente; pero si forzando los
conceptos se llega a aislar el esse ad de todo esse in y se pretende que
importa una perfección, se hace muy difícil explicar el sentido y el valor de
esta perfección. ¿Puede importar perfección aquello que nada pone en el sujeto?
¿A quién, pues, perfecciona una tal perfección? ¿Qué clase de perfección se
importa, por ejemplo, en el fieri de una cosa, considerado aisladamente del
principio y del término?
Por otra parte,
el esse ad de la relación es un concepto positivo que expresa algo, que es una
realidad, que no es la nada. Ahora bien; lo que es algo, lo que no es la pura
nada, es un ser, ya que entre el ser y la nada no podemos concebir término
intermediario alguno y, por tanto, ha de importar una bondad, una perfección,
sea ésta como sea.
Nosotros, ante
esta difícil alternativa, optamos por la siguiente explicación. El esse ad
completamente separado de todo esse in es no sólo una vivisección, como hemos
dicho, sino también una ilusión metafísica tal vez imaginaria; como el fieri
separado de todo sujeto, principio y término: puedo abstraer de tal o cual
sujeto, de tal o cual principio o término; pero si no quiero elaborar un
absurdo mental, he de concebir el fieri como de un sujeto, partiendo de algún
principio y dirigiéndose a un término. Así, el esse ad de la relación, por más
que forcemos la abstracción de la mente, jamás lo obtendremos totalmente
aislado sin que lleve asociado algún esse in más o menos vago, más o menos oblicuamente
o implícitamente expresado.
El puro esse ad,
pues, si pudiese ser obtenido perfectamente aislado, no expresaría perfección
alguna en ningún sujeto, ni en su principio ni en su término, porque
prescindiría de todo sujeto, de todo principio y de todo término. En realidad
sería un absurdo y, por tanto, la nada.
El esse ad de la
relación no debe considerarse (en esto se padece con mucha frecuencia lo que yo
he llamado una ilusión metafisica y que tal vez se reduce a una ficción
imaginaria) como una realidad distinta de a y de b que salta de a hacia b, sino
como un a saltando hacia b. El concepto de salto, por más abstracciones que
hagamos sobre su noción, no expresa un puro saltar, sino alguien saltando. Será
este alguien tan vago e indeterminado como queráis; no será ni hombre ni
caballo, ni tendrá tal o cual peso, ni volumen, etc., etc.; pero será, por lo
menos, un algo, un ser que salta. Sin expresar in recto o in obliquo, explícita
o implícitamente, un ser saltando, la noción de salto es un absurdo, es la
nada. Así también la relación concebida como un puro esse ad en el sentido
estricto de la expresión, es un absurdo; hay que concebirla no como una pura
referencia, sino como algo (un algo tan indeterminado y abstracto como se
quiera) que se refiere a otro.
Y nótese que
cuando no se trata de la relación en abstracto, sino de la relatio in divinis,
ese algo indispensable en el concepto de relación se presenta concreto y
determinado: Dios, la divina substancia. Por tanto, el puro esse ad in divinis,
el concepto formal de la divina relación que prescindiera adecuadamente de la
esencia divina, expresaría un absurdo, expresaría la nada, по expresaría perfección alguna.
Estas
consideraciones que hemos fundado expresamente en la naturaleza especial del
relativo, son también aplicables en cierta manera a los atributos absolutos de
Dios. Todos los teólogos convienen en que la sabiduría, por ejemplo, expresa
una perfección en su sentido propio y formal. Pero el concepto de sabiduría
consta de dos notas: el esse in (en Dios esse in se) común a todos los
accidentes y lo que es propio y distintivo de la sabiduría respecto de las
demás cualidades o perfecciones. Y si forzando absurdamente el concepto separáis esas dos notas, prescindís
del esse in y os quedáis con lo distintivo de la sabiduría, vuestro concepto no
expresa perfección alguna a pesar de la ilusión contraria, que es pura
imaginación. Una perfección que no es inherente ni subsistente, nada pone de
por sí en el sujeto, y la nada no significa perfección alguna. La ilusión
metafísica procede aquí del empleo de un concepto falso de sabiduría mutilado
en su misma esencia, porque el concepto de sabiduría no tiene sentido si no
expresa un esse in.
Según estas
observaciones, en el concepto adecuado de relación se importa algo positivo y,
por tanto, una perfección en el sujeto relativo. Y esto hay que admitirlo a fortiori de las
relaciones divinas.
Pero la fuerza de
la abstracción mental, insistiréis, puede separar notas que son inseparables no
sólo en la realidad, sino aun en el concepto adecuado de ellas y obtener así
conceptos verdaderos, aunque truncados y, por tanto, absurdos si se les
atribuye una separación adecuada. Podemos definir la humanidad aislada de
cualquier sujeto humano y fijar su sentido y su valor, dejando la nota hombre,
sujeto, inexpresada en la oblicuidad del concepto. Pues bien; el esse ad de la relación así elaborado
mentalmente, ¿importa una perfección?
Analicémoslo
ulteriormente. Si por perfección se entiende todo aquello que aumenta el valor
intrínseco de un ser, un puro esse ad no es perfección, porque no representa un
valor intrínseco, sino sólo la proyección de los valores intrínsecos de un
sujeto hacia otro.
Sin embargo, esta
proyección en los seres finitos y potenciales representa un nuevo valor, o
mejor, un valor realizado y exteriorizado: representa el paso de un estado
potencial a su acto propio, y este paso parece innegable que ha de importar
formalmente un perfeccionamiento. Un ser con potencia para producir un efecto
se considera y es más perfecto después de su actuación que anteriormente a
ella, aunque con ella nada nuevo parezca haber adquirido en sí mismo, en el
conjunto de sus notas constitutivas o inherentes.
Pero,
¡notémoslo!, se trata siempre de una potencia que se reduce al acto propio, de
una expansión del ser a fuera de sí mismo, la cual forzosamente pone algo en el
mismo ser potencial, si no el efecto de una actividad, la acti vidad misma que
es algo distinto del ser potencial; si no el operatum, la operatio, que es algo
perfectivo del ser operante, al menos en cuanto importa su reducción de
potencia a acto. (Cf. Theologumena, De Deo operante, cap. VIII, п. 17.)
Esto que decimos
de la categoría acción es aplicable a la relación; pero cuando se trata de Dios
en el cual no cabe potencialidad alguna, cesa la fuerza de esta consideración.
En Dios esta proyección del ser hacia fuera de sí no es como un complemento de
sus valores; todo el contenido de su perfección es puramente hacia dentro y sin
actuar potencialidad alguna. Toda la perfección, todo el complemento que una
relación puede acarrear al ser relativo, en Dios hay que admitirla
completamente autóctona sin dependencia alguna de la realidad exterior. Admitir
en Dios una relación que aumente la perfección o el valor del concepto anterior
de Dios como Acto purísimo es un contrasentido, es partir de una idea de Dios
que es absurda porque es antagónica de la idea del Acto purísimo.
Y aquí nos
enfrentamos de nuevo con el misterio fundamental del dogma trinitario; cómo en
el Acto purisimo pueda caber la relación real. Ad extra, no; al menos como
complemento del Ser, que es ya de sí completísimo e incapaz de ulterior
perfeccionamiento. Ad intra, pues; pero entonces, ¿qué sentido tiene, el que es
esencial y formal de la relación, aquel proyectarse hacia sí mismo, en un ser
que carece de partes?, jun ser simplicisímo que se proyecta hacia sí mismo!, įsin
sufrir ni la más insignificante mutación interna ni externa! Todavía más: ¡y
verificando con esta misteriosa proyección dentro de sí dos términos opuestos
y, por tanto, realmente distintos!
Pero partiendo
del hecho incuestionable de la existencia en Dios de relaciones reales, y
admitiendo, según la doctrina expuesta anteriormente, que el concepto del Acto
purísimo, el del Ser infinito, expresa por su misma definición, aquello a lo
cual es imposible añadir perfección alguna, se sigue lógicamente que si al
concepto que tenemos de Dios añadimos la nota de relaciones reales, no añadimos
nada de perfección, a no ser que partiéramos de un concepto mutilado y, por tanto,
falso, del Acto purísimo e infinito. Luego el puro esse ad de las divinas
relaciones en su sentido formal no expresa una perfección.
Y surge
espontánea la objeción: luego el puro esse ad expresa la nada, porque entre la
nada y el ser no cabe medio, y el ser es bueno o sea perfecto por necesidad
trascendental.
Resp. Hay quien
sostiene (los Salmanticenses) que no todo ser real importa perfección. Nosotros
opinamos que la solución (o desviación) del dilema objetado está en demostrar
que parte de un principio falso, del concepto mutilado y absurdo del esse ad de
la relación. Este concepto, como antes indicábamos, no es una pura proyección,
sino la proyección de un ser, o un ser proyectándose; no es un puro ad, sino un
esse ad. Por más que forcemos su proceso abstractivo expresa siempre un esse
determinado o indeterminado in recto o in obliquo y, por tanto, una perfección;
pero una perfección que no es el puro ad, sino el esse del ad. Si en el esse ad
de la relación suprimimos adecuadamente el esse, nos quedamos con un ad puro
que no es esse, ni es perfección, porque es el absurdo, la nada.
Con lo dicho
quedaria resuelto en sentido tomista, aunque por un proceso distinto del común
de esta escuela, el arduo problema de la igualdad de las tres Personas divinas
en perfección infinita, no obstante la distinción real de las relaciones
divinas. Es que, como dicen los teólogos repitiendo, a veces muy
superficialmente, la profunda doctrina de Santo Tomás, la relación en su
concepto formal no importa perfección; la importa sólo el esse que se refiere a
otro. Ahora bien; este esse
es infinito y común a las tres divinas Personas. En Dios, una sola realidad simplicisima es esse y
es ad; pero nosotros, no pudiendo abarcar la realidad divina tal como es en sí,
la dividimos en dos partes, al modo como la percibimos en las relaciones
creadas. De estas dos partes distintas sólo conceptualmente, el ad
adecuadamente separado del esse no expresa una perfección ulterior a la
expresada por el esse divino, es un puro ad alium.
Los teólogos que
sostienen y explican de otra manera el valor de perfección que obtiene la
relación in divinis, parecen limitarse a salvar la igualdad de perfección en
las tres Personas divinas como una mera ecuación de valores distintos; nosotros
establecemos identidad de perfección. Las explicaciones de estos teólogos a los
cuales aludimos, no dejan de ser ingeniosas y profundas (Cf. e. g. Suárez, O.
c., lib. 3, cap. 10 Franzelin, De Deo trino, thes. 15, III). Con ellas la
igualdad parece quedar a salvo suficientemente. El mismo valor y el mismo
esfuerzo importa de por sí el salto desde un lugar a otro que desde éste al
primero; pero la igualdad sería mucho más estricta si pudiese convertirse en
identidad: esto es, que el mismo valor y el mismo esfuerzo único (no dos
valores distintos en sí; pero iguales ad invicem) verificara el salto primero y
su recíproco.
Así también en el
orden real de las divinas perfecciones, el mismo valor representa la relación
del Padre al Hijo (Paternidad) que la del Hijo al Padre (Filiación); pero si
estos valores de perfección en vez de ser dos distintos, pero iguales, fuesen
uno sólo en identidad numérica, se alcanzaría el grado máximo en el sentido de
la igualdad divina y evitarían serias dificultades emergentes del concepto del
ser infinito con pluralidad de notas perfectivas.
Además, hay que
tener presente que no se trata sólo de garantizar la igualdad de perfección
entre dos Personas divinas. Estas son tres y cada una de ellas igual no sólo a
cada una de las restantes, sino también a todo el conjunto trinitario
(Denzinger, n. 226). Si, pues, cada una de las divinas relaciones, en aquello
en que se oponen entre sí importan una perfección especial, distintiva, aunque
estas perfecciones sean exactamente iguales ad invicem y precisamente por esto
mismo, cada una de ellas no puede ser igual a todo el conjunto.
Esta gravísima
dificultad cesa radicalmente en nuestra explicación. La identidad numérica de
la perfección que hay en cada una de las divinas Personas hace que no sea mayor
la de las tres que la de una sola: es, simplemente, la misma, idéntica.
Franzelin da una
solución a esta dificultad que acabamos de proponer y solventar, que por partir
de un punto de vista con el cual coincidimos, nos merece atención especial.
Después de haber negado la distinción adecuada, cum praecisione objectiva,
entre la esencia divina y las relaciones, concluye: Dum igitur concipio
formalem rationem essentiae seu absoluti, non quidem explicite concipio
relativum, attamen concipio id quod ex intima sui ratione necessario est simul
relativum trina substantiali relatione, adeoque est omnis perfectio, tum quae sub
ratione absoluti, tum quae sub ratione relativi explicite concipitur... vicisim
sub notione personae, e. g. Patris, concipio quidem explicite relativum quod in
notione essentiae solum erat implicitum; sed profecto non plus neque minus
perfectionis comprehenditur sub hac Patris notione quam sub notione essentiae,
quod idem valet de notione sive Filii sive Spiritus Sancti et proinde etiam
valet sicut de singulis ita de omnibus tribus simul». (De Deo trino, thes. 15,
III.)
Esta explicación,
a pesar de su agudeza, tiene un defecto irremediable, si se admite que la
noción formal de relación en su nota propia de ad expresa una perfección. En
efecto: como la nota ad, o sea la relación, es triple realmente en Dios y el
conjunto de tres unidades iguales es mayor que una sola de dichas unidades,
queda siempre en pie la objeción. Aunque la noción de esencia contenga implicite
sed vere la de relación y viceversa sólo se sigue que la esencia no sea
inferior en perfección a las tres relaciones y éstas a la esencia porque se
contienen mutuamente; pero una de las relaciones, como no contiene ni explicite
ni implicite a las otras dos ya que se distinguen realmente, no puede ser igual
al conjunto de todas ellas en perfección, si no es afirmando con Santo Tomás
que la perfección está expresada en el concepto de esencia y no en el de
relación en cuanto distinta de la esencia.
Las conclusiones
del análisis que acabamos de hacer de la relación, podrán parecer a alguien
sorprendentes y aun sospechosas. No hay motivo. Son aplicables también, al menos en parte, a los atributos
divinos absolutos, v. g., a la sabiduría, como hemos demostrado anteriormente.
Más aún: no sólo tienen valor referidas a los conceptos con que expresamos el
Ser divino, sino que idénticas o parecidas conclusiones habría que sacar del
análisis de cualquier concepto abstracto. Tomemos, por ejemplo, el concepto «humanidad
y preguntémonos si expresa una perfección. La respuesta afirmativa se nos
impone como evidente; pero la razón es porque el concepto <humanidad no
abstrae ni puede abstraer del «ser hombre».
Al decir
humanidad hay quien se hace la ilusión y afirma sinceramente que ha prescindido
de todo hombre. Esto será verdad si se entiende de todo hombre concreto,
determinado; pero el concepto «humanidad no puede prescindir de expresar algún
hombre por indeterminado que sea, in recto o in obliquo, exercite o signate. Es
que nihil intelligitur nisi sub ratione entis, como establece la misma
gnoseologia escolástica y, por tanto, todo concepto importa un sentido
existencial. Un concepto que no expresase de alguna manera la existencia, o
mejor, que no expresase su contenido a manera de existente instar existentis,
expresaría la nada, esto es, sería inexpresivo y, por tanto, dejaría de ser
concepto. Como un pintor, cuando pinta un objeto, no puede pintarlo más que
como real, como existente. Lo hemos razonado en otra parte y hemos hecho
aplicación a importantes problemas de metafísica teológica. (La nosa de
l'intellecte agent, n. 10.)
Pero si en el
concepto humanidad se pudiese prescindir de todo ser humano, el concesto no
expresaría perfección alguna a pesar de las imposiciones contrarias de una
evidencia que es ilusoria. La idea de ser estå determinada o constituída por la
existencia. Lo que de ninguna manera expresa la existencia, tampoco expresa el
ser. Lo que no expresa el ser de ninguna manera, expresa la nada, o mejor, no
expresa nada y, por tanto, no expresa perfección alguna porque no es concepto.
Estas
observaciones coinciden fundamentalmente con las que hemos hecho sobre el
concepto de relación; pero en este último terreno son todavía más apremiantes.
Si la perfección es algo en el sujeto que la tiene, es incompatible con la nota
formal de la relación que es el puro esse ad; éste, por su misma definición, se
halla fuera del concepto de perfección. Pero este ad puro es inconcebible en
sentido solitario adecuadamente: no puede tener expresión sin que de una manera
o de otra se signifique el esse in, o sea el sujeto que se relaciona y es el
que realiza en si la perfección propia de su ser absoluto. Cuando por una
ilusión metafísica fácil de padecer, nos representamos la relación
completamente desconectada del ser relativo, no representamos perfección
alguna, es cierto; pero es porque representamos un absurdo, la nada.
Nota final. La
última solución de todas las dificultades antitrinitarias y el recurso supremo
de toda explicación teológica es el misterio de una relaciónsubstancia, esto
es, un ser absoluto que pueda, en perfecta simplicidad, verificar dentro de sí
relaciones opuestas.
Este misterio
fundamental puede ilustrarse de alguna manera, con otro misterio cuya
existencia nos impone la misma filosofía, sin la intervención de la revelación
divina: el concepto de indiferencia actual en las operaciones divinas ad extra.
Una acciónsubstancia no es menos misteriosa en cuanto a la explicación de su
concepto, que una relaciónsubstancia.
Es cierto que la
relaciónsubstancia pone términos opuestos intra Deum, mientras que la acciónsubstancia,
o indiferencia actual, los pone fuera de Dios; pero siempre subsiste el gran
enigma de un ser que en perfecta simplicidad e inmutabilidad verifica per
identitatem acciones opuestas, esto es, que tienen efectos opuestos. ¿Cómo una
misma simplicisima acción, sin cambio alguno real, puede ser razón de efectos
reales distintos y aun opuestos?
La filosofía,
demostrando en Dios la existencia del misterio de la acciónsubstancia, no
demuestra la existencia del misterio de la relaciónsubstancia, ni siquiera su
posibilidad estricta; pero deja entrever esta última de una manera
insospechada.
Para fijarlo
concretamente tomemos el paralelismo de la acción divina creadora.
En el orden de lo
creado y finito la acción importa tres elementos: el sujeto agente, la cosa
hecha y, mediando entre estos dos extremos, la misma acción que procede del
agente y termina en el efecto. En Dios, este elemento intermedio que es la
acción formal, no se da. Dios agente, de una manera directa e inmediata, pone
frente a s el efecto. No es, por tanto, la acción divina ad extra una acción en
sentido formal, sino eminenter, esto es: contiene toda la eficacia y perfección
de las acciones creadas y en grado máximo, excluyendo todo lo que en ellas es
potencial y defectuoso.
Así también la
relación en Dios no puede concebirse como una realidad que media entre las
divinas Personas. El puro esse ad en Dios como distinto del esse in es la nada
pura y, por tanto, no puede ser razón de distinción personal alguna. El esse ad
divino está contenido, como embebido, dentro de la substancia. Y éste es el
gran misterio trinitario: que la divina esencia sin aquel elemento que en el
orden creado realiza formalmente la nota esse ad, verifica dentro de sí misma
el efecto propio del esse ad creado, esto es, la oposición relativa y la
consiguiente distinción real de los correlativos.
Luego en Dios,
objetaréis, no se dan relaciones formaliter, porque falta aquel elemento
precisamente que es el formal en el concepto de relación.
Resp.
Distingamos: en cuanto en Dios desaparece aquel elemento que en el orden creado
constituye formalmente la relación, aquella realidad que media entre los dos
extremos de la relación, concedo; pero en Dios se da todo lo que de perfección
y virtualidad o eficacia, ¡digámoslo asíl, importa la relación en el orden
creado y en primer término la distinción real de los dos extremos; pero sin
aquella entidad intermedia que como a tal representa una potencialidad y, por
tanto, una imperfección en su mismo concepto. De la misma manera que sin mediar acción alguna
procedente de la divina. esencia y distinta de ella, Dios produce ad extra un
operatum distinto de sí: lo cual, tratándose de agentes creados y finitos,
sería un absurdo.
JUAN B. MANYÁ,
Presbítero.
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